Fotografía (c) SantiMB/ www.flickr.com
El profesor de mi hija, un catedrático joven, cultivado, amable y carismático, egresado de su mismo colegio por añadidura, hijo a su vez de un antiguo y querido amigo, murió hace pocos días. Aunque a veces puede esperarse con sabia resignación, con explicable ansiedad o con cierto alivio, en general, la muerte suele ser una mala noticia. Más aún si se trata de una persona que se encuentra en el primer tercio de su vida, con numerosas aspiraciones y realizaciones en lista de espera. Más todavía si se produce no por causas fortuitas o por acción de algún virus letal, sino por propia decisión. Su muerte voluntaria nos ha causado gran consternación y me ha llevado a preguntarme, entre otras cosas, hasta qué punto una buena educación, como la que él tuvo, podría prepararnos para enfrentar incluso el lado oscuro de la vida, sin abandonarnos nunca al desaliento y la tristeza.
Se me viene a la mente el caso de dos colegas que se atrevieron alguna vez a abrir con entusiasmo la ventana de las emociones de sus estudiantes, espantándose después de lo que vieron. Le ocurrió a una profesora de inglés, que propuso a sus niños iniciar una sencilla conversación sobre sus familias para intentar expresarlas después en el otro idioma. Sin embargo, los relatos y testimonios de varios de sus alumnos, a cada cual más duro y desconcertante, abrumaron de tal forma a la maestra que decidió cancelar el ejercicio y cambiar de tema.
Le ocurrió, así mismo, a una profesora debutante en la profesión que decidió prestar oído, acogedoramente, a diversas consultas de sus niños sobre su vida personal. Las historias escuchadas a la hora del recreo, retorcidas moralmente y teñidas muchas veces de pasmosa violencia, se fueron haciendo cada vez más constantes, colocando a la maestra en una situación en la que le resultaba difícil manejar su propia angustia. Ella también decidió cancelar el gesto y anunció a sus niños que ya no tendría tiempo en adelante para escuchar más historias.
Llamamos problema a toda situación que exige una respuesta de nosotros, siendo que no sabemos cuál podría ser o no tenemos capacidad para asumirla. Dice el psicoanálisis que esta situación podría ser de tres tipos: un acontecimiento cualquiera de nuestra vida íntima, familiar o profesional; una necesidad personal profundamente sentida pero no satisfecha; o la barrera moral a una acción que deseamos emprender. Si la salida nos resulta completamente oscura o nos sentimos imposibilitados de encaminarnos a ella, entonces sobreviene la angustia.
Es la angustia la que lleva a los estudiantes de ambas maestras a contarles sus vidas con tanta ansiedad, esperando que su palabra eche un poco de luz a sus tinieblas y les permita encontrar alguna puerta abierta. Es la angustia la que lleva a las maestras a taparse los oídos, haciendo de cuenta que tanto dolor no existe. Así, unos aprenderán a callar su pena y otras a negarla, sin conseguir en ningún caso que desaparezca de verdad. Cuando la angustia, ese miedo a lo desconocido y a la incapacidad para caminar con esperanza en medio de la incertidumbre, se acrecienta hasta volverse insoportable, es porque la vida transcurre sin que nadie nos lance un salvavidas. O porque ya abandonamos quizás el deseo de salvarnos.
Un buen maestro, que se asume formador y no instructor, puede hacer la diferencia. Pero la formación no le da herramientas para eso ni tampoco le ayuda a afrontar sus propias angustias. Mientras tanto, «aprender a ser uno mismo» seguirá siendo una demanda esencial del currículo a la espera de una oportunidad.
Luis Guerrero Ortiz
Blog El río de Parménides
Publicado y difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR)
Lima, viernes 01 de Enero de 2009
El profesor de mi hija, un catedrático joven, cultivado, amable y carismático, egresado de su mismo colegio por añadidura, hijo a su vez de un antiguo y querido amigo, murió hace pocos días. Aunque a veces puede esperarse con sabia resignación, con explicable ansiedad o con cierto alivio, en general, la muerte suele ser una mala noticia. Más aún si se trata de una persona que se encuentra en el primer tercio de su vida, con numerosas aspiraciones y realizaciones en lista de espera. Más todavía si se produce no por causas fortuitas o por acción de algún virus letal, sino por propia decisión. Su muerte voluntaria nos ha causado gran consternación y me ha llevado a preguntarme, entre otras cosas, hasta qué punto una buena educación, como la que él tuvo, podría prepararnos para enfrentar incluso el lado oscuro de la vida, sin abandonarnos nunca al desaliento y la tristeza.
Se me viene a la mente el caso de dos colegas que se atrevieron alguna vez a abrir con entusiasmo la ventana de las emociones de sus estudiantes, espantándose después de lo que vieron. Le ocurrió a una profesora de inglés, que propuso a sus niños iniciar una sencilla conversación sobre sus familias para intentar expresarlas después en el otro idioma. Sin embargo, los relatos y testimonios de varios de sus alumnos, a cada cual más duro y desconcertante, abrumaron de tal forma a la maestra que decidió cancelar el ejercicio y cambiar de tema.
Le ocurrió, así mismo, a una profesora debutante en la profesión que decidió prestar oído, acogedoramente, a diversas consultas de sus niños sobre su vida personal. Las historias escuchadas a la hora del recreo, retorcidas moralmente y teñidas muchas veces de pasmosa violencia, se fueron haciendo cada vez más constantes, colocando a la maestra en una situación en la que le resultaba difícil manejar su propia angustia. Ella también decidió cancelar el gesto y anunció a sus niños que ya no tendría tiempo en adelante para escuchar más historias.
Llamamos problema a toda situación que exige una respuesta de nosotros, siendo que no sabemos cuál podría ser o no tenemos capacidad para asumirla. Dice el psicoanálisis que esta situación podría ser de tres tipos: un acontecimiento cualquiera de nuestra vida íntima, familiar o profesional; una necesidad personal profundamente sentida pero no satisfecha; o la barrera moral a una acción que deseamos emprender. Si la salida nos resulta completamente oscura o nos sentimos imposibilitados de encaminarnos a ella, entonces sobreviene la angustia.
Es la angustia la que lleva a los estudiantes de ambas maestras a contarles sus vidas con tanta ansiedad, esperando que su palabra eche un poco de luz a sus tinieblas y les permita encontrar alguna puerta abierta. Es la angustia la que lleva a las maestras a taparse los oídos, haciendo de cuenta que tanto dolor no existe. Así, unos aprenderán a callar su pena y otras a negarla, sin conseguir en ningún caso que desaparezca de verdad. Cuando la angustia, ese miedo a lo desconocido y a la incapacidad para caminar con esperanza en medio de la incertidumbre, se acrecienta hasta volverse insoportable, es porque la vida transcurre sin que nadie nos lance un salvavidas. O porque ya abandonamos quizás el deseo de salvarnos.
Un buen maestro, que se asume formador y no instructor, puede hacer la diferencia. Pero la formación no le da herramientas para eso ni tampoco le ayuda a afrontar sus propias angustias. Mientras tanto, «aprender a ser uno mismo» seguirá siendo una demanda esencial del currículo a la espera de una oportunidad.
Luis Guerrero Ortiz
Blog El río de Parménides
Publicado y difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR)
Lima, viernes 01 de Enero de 2009
1 comentario:
Guerrero,
Inicio mi ano nuevo laboral leyendote,
Qué importante reflexión nos permites con este post...porque la eleccion de las estrategias y metodologias de aprendizaje (ingles, historia, arte, matematicas, etc)implican justamente esta sabiduria: el saber que se abre o que se puede abrir con ellas y desde una perspectiva holistica y transversal (que implica apuestas y coordinaciones del equipo docente) abordarlas pedagogicamente!!! para que adentro nazcan cosas nuevas y buenas (como la cancion de Mercedes Sosa)...
Abrir ventanas o puertas y por temor, desconcierto, desconocimiento e irresponsabilidad, cerrarlas es dar un empujon a un niño, una niña, un/a adolescente al acantilado...o sumergirlo en desolacion...solo algunos, los resilientes, los que tienen esa fuerza interior, esa capacidad de manejar sentimientos y pensamientos y hacer rutas constructivas a pesar de la vida que les tocó, logran reponerse y darle curso...
La educacion emocional (entre otros sugiero leer a Juan Cassasus, 2006)es tambien una dimension de nuestra docencia...o debe serlo y para ello esta la formacion inicial y en servicio, verdad?
Apuntemos hacia allá.
Un abrazo y feliz 2010
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