sábado, 10 de septiembre de 2011

Espesar la sopa y cambiar de olla


Mi amiga Leticia siempre quiso que sus dos hijos estudien en un colegio donde aprendan a pensar con cabeza propia, a ser creativos, hábiles para resolver problemas y muy independientes. Pero la política del colegio en el que ahora están es la de atiborrar a los estudiantes de información, pues creen que ese es un indicador de excelencia. Allí nadie tiene tiempo para detenerse a pensar. Sus profesores tampoco dan mucha cabida a opiniones ni preguntas, pues están siempre contra el reloj. Nunca hay espacio para la curiosidad. Ciertamente, ese colegio valora mucho la literalidad de las respuestas en clase y ha habituado a todos a poner siempre en manos de la autoridad cualquier decisión. Bajo esas reglas, no hay lugar para la creatividad ni para la autonomía. 

Leticia también quería que sus hijos tuvieran en el colegio la oportunidad de conocerse mejor a sí mismos, de fortalecer su autoestima, de aprender a socializar con otros niños, a actuar en grupo, a hacer respetar sus derechos, así como a hacerse responsables por el derecho de los demás, pues anhelaba que se formen como buenos ciudadanos. Pero en el colegio en el que estudian se valora mucho la exigencia y se censura severamente el error, por lo que un buen sector de estudiantes se siente muchas veces descalificado o ignorado cuando se equivoca. Además, allí todos compiten por el cuadro de mérito y se exalta el buen desempeño individual. En verdad, no hay mucho sitio para la autoestima ni para la colaboración, menos para la corresponsabilidad pues la regla es que cada uno ve por sí mismo.  

Nótese que los criterios que utiliza Leticia para juzgar la educación de sus hijos parten de los aprendizajes que considera más importantes. Es por eso que una buena escuela, un buen maestro y una buena enseñanza son para ella los que facilitan su logro, no los que los contradicen u obstaculizan. Las buenas instalaciones del colegio, la abundancia y colorido de los materiales educativos que utilizan, la buena presencia de sus docentes e incluso su buen dominio del lenguaje escrito y matemático, son aspectos que pueden jugar a favor pero no son decisivos. En sentido estricto, ninguno de ellos dice nada sobre sus posibilidades de aportar o impedir por sí mismos la formación de personas creativas, autónomas, moralmente responsables y con capacidad de colaborar con otros para el logro de metas comunes. Y, sin embargo, son lo que impresionan a un ojo desinformado sobre el sentido de la educación. 

Hasta la fecha, no ha habido gestión gubernamental que haya colocado en la agenda nacional de los aprendizajes importantes nada que no fuera aprender a leer y a dominar lo básico de la matemática escolar. Cuánto se avanzaba o no en ambos aspectos llegó a convertirse en el principal indicador de éxito o fracaso de las iniciativas oficiales por mejorar la educación nacional. Invadidos por ese discurso a través de la prensa, madres de familia como Leticia podrían catalogar como bueno al colegio que enseñe bien ambas cosas, independientemente de si allí se fomenta en sus hijos la capacidad de pensar con criterio propio, de hacer uso inteligente y constante del conocimiento para resolver problemas reales, de interactuar con otros estudiantes, diferentes en su manera de ser y de pensar, para complementarse y colaborar sin abusar ni discriminarse, de hacerse responsable de sus actos, de conocerse mejor cada día en sus posibilidades y límites. Algo muy conveniente para el gobernante es ofrecer poco para que le exijan menos, esforzándose por convencer a la opinión pública de que eso poco es lo que verdaderamente importa. 

Patricia Salas, actual Ministra de Educación en el Perú, ha anunciado públicamente que su gestión va a colocar también en la agenda de las prioridades el aprendizaje de competencias específicas en el campo de la ciencia y la ciudadanía. No estamos hablando, naturalmente, de aumentar conocimientos respecto de las diferentes teorías científicas sino de aprender a utilizarlas con habilidad para construir explicaciones y soluciones a problemas reales, apelando al método de las distintas disciplinas y a la complementariedad entre sus distintas perspectivas. Tampoco estamos hablando de aumentar el manejo de información sobre las instituciones, derechos y obligaciones propios de un sistema democrático, sino de aprender a actuar de manera hábil y consecuente con esa información en la convivencia cotidiana y en el propio gobierno de la escuela. 

Este anuncio, sin embargo, trasladará a la Ministra las preocupaciones de Leticia. Porque nada de lo que he descrito puede enseñarlo cualquier escuela, cualquier profesor ni desde cualquier pedagogía. Si se trata de aprender a pensar e investigar, a razonar de manera crítica, creativa y con independencia de criterio, toda la institución educativa debe disponerse a favorecer esa capacidad, desde sus más elementales reglas de juego sobre cómo se toman las decisiones, cómo se resuelven los problemas, cómo se manejan los conflictos, cómo se afrontan los desafíos grandes y pequeños en los distintos planos de la vida escolar. Si se trata de aprender a ser ciudadanos, habrá que demostrar en esos mismos ámbitos que la concertación y el acuerdo, la mutua colaboración y la preocupación por el bien común empezarán a ser la vía preferida para hacer las cosas. De lo contrario, aún los mejores esfuerzos por hacer avanzar a los alumnos en esa dirección desde las aulas encontrarán barreras y contrasentidos poderosos en la vida institucional. 

El problema es que cuando se menciona la palabra escuela, maestro y pedagogía, las imágenes y nociones que aparecen espontáneamente en la cabeza de las personas –docentes, padres y funcionarios- pueden ser estremecedores. La escuela, a pesar del relajo de buena parte de ellas, suele ser sinónimo de orden, jerarquía y autoridad, su tradicional predilección por los desfiles y bandas militares no es casual, pues muchos códigos del cuartel son muy valorados en la vida escolar: la disciplina vertical, la uniformidad, la obediencia ciega, las solemnidades y los ritos. La democracia es un concepto ajeno a la cultura que sostiene su forma de organización. 

La docencia, a su vez, permanece atada en el imaginario de la gente a la cultura enciclopedista de la Ilustración y el profesor que maneja mucha información sobre temas diversos sigue siendo percibido como culto y bien preparado, tanto más si adicionalmente sabe mantener el orden y el control de su clase. La capacidad de vincularse con sus estudiantes, de entusiasmarlos con su aprendizaje y de cohesionarlos alrededor del mismo propósito no entra en el repertorio de cualidades esperadas y hasta puede ser tomada como riesgosa para su rol de autoridad. 

La pedagogía, a su turno, sigue tercamente asociada a la idea de transmisión, registro y repetición de información. Se valora más al alumno que mejor recuerda y su curiosidad mortifica, distrae o perturba. La velocidad en la entrega ritual de datos y conceptos tiende a ser más estimada que la adecuación a los tiempos que demanda la comprensión en un aula diversa. Una pedagogía que estimule a pensar, a indagar, a producir ideas, a sacar lo mejor de sí mismos para construir respuestas originales a un desafío, no suele estar en las expectativas de los padres y numerosos  maestros no tienen experiencia personal de lo que significa aprender de esa manera. 

Quien piense que la inclusión del aprendizaje de la ciencia y la ciudadanía en la lista de los resultados más importantes que deben garantizar las escuelas es para las políticas educativas un tema básicamente curricular o de capacitación docente, está en un profundo error.  El sistema educativo funciona en base a tres paradigmas –la organización escolar, la docencia y el aprendizaje- culturalmente anclados en sus operadores y que orientan los vientos en dirección exactamente opuesta a las exigencias de la formación de un pensamiento, una actitud y una competencia tanto científica como democrática en niños y adolescentes.  

Peor aún, se nutren de un cuarto paradigma respecto de la organización y funcionamiento del sistema escolar, al cual a su vez retroalimentan minuciosamente: el de la centralización y la uniformización, que busca descontextualizar, homogenizar y controlar todos los procesos. Para modificar estas estructuras ¿Basta un docente de aula premunido de los procedimientos y materiales didácticos adecuados? 

Desde mediados del siglo XX se debate en varios lugares del planeta acerca de las tensiones entre modernidad y postmodernidad. Mientras tanto, nuestro sistema escolar sigue atrapado en el conflicto entre modernidad y pre-modernidad, siendo las escuelas territorio vedado para el método científico, la emocionalidad del sujeto, la multiculturalidad e incluso para la lengua escrita, que sólo la han dejado ingresar como simple técnica de transcripción.  

Tomarle el peso a las implicancias de aumentar las exigencias de calidad y relevancia a los resultados de la educación, no es para asustar ni disuadir a nadie sino para no actuar a ciegas ni volver a pisar la cáscara de las simplificaciones. Está muy bien espesar la sopa con más sustancia, pero la olla no da la talla. La experiencia demuestra que los paradigmas atávicos pueden romperse, pero no se superarán jamás si no se colocan en la agenda de trabajo. Ojo Leticia, estamos contigo. 


Luis Guerrero Ortiz
Publicado en el Blog El río de Parménides
Difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR)
Lima, lunes 12 de setiembre de 2011

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cambiar la olla, resasonar o mejor cambiar el puchero no solo de la escuela sino de todo el Sistema, sobre todo incluir y mover a su burocracia