lunes, 12 de diciembre de 2011

Reforma de la escuela: trazando una ruta (1)


«Y digo a cualquier hombre o mujer: que tu alma se alce tranquila y serena ante un millón de universos» escribió Walt Whitman, destacado poeta norteamericano del siglo XIX. Hemos pensado siempre que el universo es infinito y en uno que otro arrebato de poética nostalgia hasta nos hemos sentido pequeños en medio de tanta inmensidad. Hace más de 100 años, sin embargo, Withman ya intuía que había más de uno. Sorprendentemente, Martin Rees, astrónomo inglés y Premio Mundial de Ciencias 2003, afirma más bien la existencia probable de un número infinito de universos en el espacio exterior. Universos con atributos diferentes y que combinan sus partes cada uno de una manera distinta. En el caso del nuestro universo, la vida tal como la conocemos se hace posible sólo porque las cosas se armonizan de una determinada manera y no de otra. Por ejemplo, el hidrógeno se convierte en helio transformando siete milésimas de su masa en energía. Un leve descenso de ese valor no desencadenaría ningún cambio y sólo habría hidrógeno en el universo. Un ligero aumento de ese valor, en cambio, agotaría el hidrógeno y el universo que conocemos no existiría. 

Ocurre que el universo, como todos los sistemas existentes, incluidos los sistemas sociales –tal es el caso de los sistemas educativos y de las propias escuelas, una de sus instituciones más típicas- se comporta como un todo inseparable y coherente. Sus partes están relacionadas entre sí de tal manera que son estrictamente funcionales unas con otras y, en principio, un cambio en alguna de ellas podría provocar un cambio en las demás y en el sistema total. 

Las cuatro partes de una totalidad llamada escuela

Las escuelas, que a decir de Noel McGinn, profesor emérito de Harvard, son curiosas antigüedades que sobreviven fuera de su tiempo útil, también constituyen sistemas donde sus partes se relacionan entre sí de una manera típica para garantizar su función principal: ofrecer educación en dirección a un determinado propósito. Las partes universalmente reconocibles de una escuela convencional son cuatro: el gobierno de la institución, el aula, la convivencia interna, y las relaciones con el entorno. 

Al interior de las aulas transcurren los procesos principales, los de enseñanza y aprendizaje. Afuera de ellas, estudiantes, docentes y directivos se relacionan cotidianamente entré sí en base a determinadas reglas explícitas e implícitas. En conjunto, la institución se vincula con las familias y la comunidad local de una cierta manera y en función a determinados objetivos. Y que todo esto funcione y fluya sin contratiempos es la tarea de la gestión escolar a través de diversos canales, procedimientos y regulaciones.

Ahora bien, quienes han hecho sociología de las instituciones concuerdan con McGinn en ubicar a las escuelas en el grupo de instituciones más conservadoras de las sociedades contemporáneas. Con una historia de más de dos siglos a cuestas, las escuelas constituyen sistemas complejos, cuyas partes tienen a su vez componentes y características no menos alambicadas que las convierten a cada una en subsistemas, es decir, en pequeñas totalidades compuestas de sus propios componentes y con cierta independencia, habituadas también a funcionar de una misma manera. 

El aula, por ejemplo, representa en sí misma un universo, donde la enseñanza, el manejo del tiempo, el uso de los recursos, la conservación del orden y la organización del espacio y los roles a su interior se relacionan entre sí de una manera particular para producir una determinada consecuencia, que se supone es el aprendizaje. 

Lo mismo podríamos decir de las relaciones con el entorno, donde el vínculo con las familias, con las autoridades locales, con las entidades existentes, con los lugares, las actividades y la cultura local, pueden organizarse de una cierta manera según los resultados que se busque de esas relaciones, que se supone es la colaboración. 

En el ámbito de la convivencia, a su vez, las relaciones entre estudiantes de un mismo grado o de diferentes grados y niveles; entre éstos, sus maestros y la autoridad, así como entre maestros y con su director o entre todos ellos con el personal de apoyo, si acaso existe, configuran otro universo, que se asocian de distintas maneras con el objetivo y las reglas establecidas, que se supone apuntan al orden y la subordinación a la autoridad. 

Otro mundo es la gestión de la escuela, que requiere montar un conjunto de procedimientos para poder manejar el presupuesto, el personal, los servicios, las relaciones con la autoridad educativa local y, sobre todo, para asegurar que los procesos característicos en el aula fluyan con la normalidad esperada, y alrededor de ellos, la convivencia y las relaciones con el entorno.  

La escuela en el microscopio

Es muy importante tener en cuenta que los sistemas complejos, en particular, pueden soportar cambios en su estructura y en sus subsistemas, sin perder estabilidad necesariamente y autocorrigiéndose del modo más convenientes posible para no desviarse de su finalidad. No obstante, superados los rangos soportables de cambio, entran en una dinámica de cambio profundo, reorientándose hacia una nueva finalidad. 

Por ejemplo, los desplazamientos de las placas terrestres a consecuencia de los sismos, que generan una gran energía cuando se mueven, pueden desplazar a su vez –dependiendo de su magnitud- el eje de rotación de la tierra. Cuando esto ocurre, varía la posición del planeta respecto al sol, lo que desencadena a su vez cambios en el ritmo de las estaciones, pudiendo acelerar además la velocidad de rotación y acortar en consecuencia la duración de los días. En alguna medida, esta cadena de cambios ya se produjo durante el reciente terremoto en Japón. Si estos desplazamientos, sin embargo, sobrepasan ciertos límites y el eje de rotación se mueve más allá de cierto rango, el cambio climático se aceleraría a niveles catastróficos poniendo en peligro las distintas formas de vida, redirigiendo al planeta a un nuevo ordenamiento de las cosas y de las especies supervivientes. 

Es por eso que resulta indispensable poner a la escuela en el microscopio, para constatar y comprender de qué manera funciona como totalidad y cuál es la dinámica de cada una de sus partes, tanto hacia dentro de sí mismas como entre cada una de ellas. No hay otro camino para hallar el modo más eficaz de redirigirla hacia objetivos cualitativamente superiores y más ajustados a un momento histórico tan diferente al que le dio nacimiento formando parte de sistemas nacionales.

Nuestras escuelas funcionan de un modo bastante convencional, en sus distintos componentes y en conjunto, porque sus premisas y sus propósitos se instalaron hace mucho tiempo en el imaginario colectivo y se transformaron no sólo en sentido común sino en un mandato cultural. La escuela que está en la cabeza del ciudadano promedio es la que debe formar individuos que reciban, reproduzcan y mantengan la vigencia de la cultura nacional y universal, adaptándose a las costumbres, valores y modos de pensar de la sociedad a la que pertenecen en el ámbito público, laboral, político y familiar. 

Para cumplir esa misión, las escuelas se organizan en compartimentos rígidos donde los estudiantes se agrupan por edad para recibir de manera secuencial, dosificada y en plazos uniformes, cuotas de información sobre distintos campos del saber humano, a fin de homogenizar su perspectiva del mundo y se preparen a desempeñar el rol que acabamos de describir. Esto orienta su finalidad funcional al estricto cumplimiento del programa de clases. Tal es el corazón de la escuela, lo que justifica socialmente su existencia. 

Para que esto marche sin interferencias y en los plazos normados, se necesita una autoridad que garantice la continuidad de las rutinas de enseñanza, la estabilidad de los procesos, su flujo continuo, obligando a cada actor a cumplir el rol que tiene asignado. Esa es la tarea de gobernar la escuela y para eso se organiza de manera piramidal, centralizando el poder. Cumplirla requiere, a su vez, un clima de orden y control, basado en la desconfianza y, por lo tanto, vigilado y controlado a través de premios y castigos, concentrando la información y administrándola de manera selectiva y restringida. Esa es la función del clima institucional y el tipo de convivencia que propicia. 

Finalmente, requiere mantener alejada a las familias y a la comunidad de los asuntos internos y subordinada a las necesidades institucionales, sobre todo a las materiales y a la cobertura del programa de clases. Una desconfianza profunda en sus posibilidades de aportar algo relevante a la manera como se enseña y se aprende al interior de la escuela es coherente con la muy antigua premisa de que la escuela es la llamada a civilizar a una sociedad ignorante, atrasada y desviada. 

Electrocardiograma de la institución escolar

Por todo lo expuesto, es evidente que el corazón de la escuela está en el aula. Es lo que ocurre al interior del espacio donde maestro y alumnos entran en relación para producir aprendizajes el eje de la organización escolar. Es el núcleo del sistema, el que da sentido a la función que cumplen todas sus partes, justificando la manera como están estructuradas y como se vinculan con las demás. Y lo que ocurre en el aula de una escuela promedio puede resumirse en tres palabras: enseñanza, homogeneidad y repetición. 

Es decir, en el corazón mismo de la escuela lo que se observa con nitidez son tres fenómenos. En primer lugar, una organización consistentemente centrada en sus rutinas de enseñanza, independientemente de que se cumplan o no a plena satisfacción, lo que quiere decir que no se hace responsable en absoluto por los aprendizajes. En segundo lugar, una organización que imparte una enseñanza homogénea, bajo la presunción de que todos los estudiantes necesitan lo mismo y pueden aprender de la misma manera, lo que quiere decir que no se hace cargo de la diversidad existente en el salón de clases. En tercer lugar, una organización que confunde aprendizaje con repetición y que se limita a entregar información de manera sistemática con la única finalidad de que sea fielmente copiada, recordada y reproducida, lo que quiere decir que cualquier opinión, interpretación o debate resultan no sólo innecesarios sino incluso perturbadores. 

Esto es tan claro, que las escuelas pueden introducir cambios de distinta naturaleza e intensidad en sus otros componentes sin alterar en lo sustantivo el funcionamiento de su núcleo. Puede, por ejemplo, introducir mejoras significativas en la infraestructura y equipamiento escolar, en servicios complementarios para los estudiantes, en actividades formativas para los padres, aplicar metodologías activas e incluso enseñar en la lengua materna del alumno si esta no fuese el castellano. Puede, así mismo, entregarle información sobre los contenidos de su propia cultura, sobre el cuidado del medio ambiente o los valores cívicos, y todo eso sin alterar en absoluto la configuración del aula y la naturaleza misma de una enseñanza homogénea y repetitiva, que responsabiliza de antemano a las familias por el eventual fracaso de sus hijos en el aprendizaje. 

La escuela podría incluso hacerse más participativa y estar conducida por un director competente, sin que eso implique necesariamente un giro radical en el carácter de los procesos pedagógicos que se promueve, gestiona y protege al interior de las aulas. La escuela convencional puede tolerar incluso un cierto grado de organización y participación estudiantil, y de democratización de sus formas de gestión, mientras en las aulas se sigue impartiendo una enseñanza uniforme orientada al copiado y la repetición. 

Hasta una escuela rural multigrado podría evolucionar hacia estos estándares y ganar el aplauso de la comunidad, pero seguir enseñando como si todos los estudiantes fueran iguales e insistir en confundir aprendizaje con la repetición ritual de las palabras de sus maestros. Como a la mayoría de personas le resulta normal esa forma de concebir la enseñanza y el aprendizaje, las mejoras introducidas serán aprobadas con entusiasmo y nadie notará que algo falta ni que se está dejando afuera lo fundamental. El corazón de esta escuela anacrónica –incapaz de desarrollar capacidades en sus estudiantes- es por eso «duro de matar» y sigue latiendo con vitalidad aun en una escuela equipada, ordenada, eficiente y emprendedora. 

EL PROGRAMA

Por todos los argumentos expuestos hasta aquí, se deduce que un programa de reestructuración o, mejor dicho, de refundación de las escuelas necesita transitar por la ruta de cuatro grandes reformas estructurales, siendo la primera la más retadora y definitivamente la más trascendente. 

2 comentarios:

Javier Bellina de los Heros dijo...

La segunda página promete. Hasta aquí me fascina tu artículo, por la correspondencia entre fondo y forma y la acuciosa exposición, en la que no sobra ni una palabra, ni falta ninguna. Sigo adelante.

Luis Guerrero Ortiz dijo...

gracias Javier! no te interrumpo...